LOS LÍMITES DE LA COMEDIA

Lo mejor será que empiece por el principio, ya que, excepto cuando están revisando tus declaraciones de la renta, suele ser lo más práctico. Nací una tarde de otoño de mil novecientos setenta y siete en la ciudad de Barcelona. Lo hice antes de lo previsto y en el lugar menos indicado, una fórmula que repetiré en el futuro para meterme en algunos líos. Para ser la primera vez que me parían y teniendo en cuenta que no conocía a nadie al otro lado del charco amniótico, tuve mucha prisa por descolgarme del cordón umbilical. Según cuenta el personal de Clínica Veterinaria Horta-El Carmel (el único sitio al que pudo llegar a tiempo mi madre, que tuvo que elegir entre eso y un local de comida turca), lo mío fue más un aterrizaje que un accouchement, ya que fui eyectado desde sus garras uterinas hacia las fauces del veterinario, concretamente hacia sus incisivos centrales, que salieron despedidos de su boca con el mismo entusiasmo con el que un servidor abandonaba Villa Vagina en pos de un sitio con más luz y mejores vistas.

Una vez desparasitado, vacunado de la rabia y depositado en la paridera, todos -excepto el veterinario, a quien atendían de urgencia en el local de comida turca- coincidieron en que presentaba buen aspecto. Como todo hijo de vecino, nací en mi barrio. A partir de ese momento y según lo convenido por la teoría del espacio-tiempo, empezaron a pasar cosas a mi alrededor mientras yo me hacía mayor: fumé mi primer huevo, me salieron pelos en los cigarros y descubrí que era disléxico; también empecé a hacerme pajas, me salieron caras en el grano y me convertí en un gilipollas insoportable. Fue precisamente en esa época de esplendorosa y atrevida ignorancia, mi adolescencia, cuando hice el descubrimiento más importante de mi vida: la comedia.

Sobre todo inspirado por W.A., que a su vez se había inspirado en S.J.P., el cual era coetáneo y enemigo acérrimo de G.M. tras haber escrito el guión de sus dos primeras películas (Un mendigo en las carreras y Ablación a dos bandas), comencé con algunos textos en los que parodiaba noticias graciosas que veía en los diarios. Por extraño que parezca, escribía lo que me parecía oportuno, sin ningún tipo de freno o cortapisa. Los únicos límites de aquella comedia ingenua y primigenia eran los de mi imaginación, que ya por aquel entonces tenía la capacidad de no generar ningún beneficio económico. Es significativo que nunca llegase a plantearme cual era el punto en el que una broma podría convertirse en delito u objeto de censura. A la sazón (finales de los ochenta) no era un asunto sobre el que se discutiera mucho. Tampoco habría importado, ya que, si mi comedia no tenía límites, podía decirse exactamente lo mismo de mi capacidad para holgazanear. Con lo poco que calaba el paso del tiempo en mi producción literaria, que iba al ritmo de un libro por reencarnación en el mejor de los casos, no parecía que tuviera mucho que decir sobre nada, o en todo caso no parecía que fuese a darme tiempo a decirlo en esta vida. Cada vez que me sentaba delante del teclado -eso me pasaba entonces y me pasa ahora- me distraía con cualquier estupidez. La era moderna no me sienta bien, eso lo tengo claro. Dice una referente de la comedia como Phoebe Waller-Bridge: <<Ser un buen escritor es un 3% de talento y un 97% de no distraerte con internet>>. Es difícil tener más razón con menos palabras. Mi ritmo de escritura siempre ha estado muy alejado del concepto frenético, eso no lo puedo negar: me gustaba y me sigue gustando escribir, pero me complace mucho más imaginar un futuro en el que ya haya escrito lo suficiente como para tener dinero, estatus y gente bronceada a mi alrededor; lo cual es una pena, porque habría sido más prolífico que Lope de Vega si escribiese con la misma velocidad con la que creo expectativas.

Pero eso nunca ocurrió. Y un día, con cuarenta y cinco años ya cumplidos y con mi ópera prima todavía a medias, tuve una epifanía.

No os voy a engañar: al ser muy limitado mi bagaje en lo que a epifanías se refiere, confundí al principio mi experiencia con un trastorno neurológico. <<¿Soy yo o el que me está hablando es Woody Allen?>> , fue lo primero que pensé cuando escuché a un señor judío lamentándose dentro mi cabeza. Tras la sorpresa, vino la indignación: ¿por qué, si hacía ya muchos años que veía las películas en versión original, la voz que escuchaba era la de Joan Pera*? ¿Qué podía significar eso? ¿Pensaría la divinidad que todavía era ese rapaciño* que escuchaba a Wendy Torrance* con la voz de Verónica Forqué? ¿Me tenían por un paleto en el más allá? A fuer de ser sincero, no quería una epifanía en inglés, pues a lo mejor me perdía casi todo el significado de la revelación y quedaba como un cretino. Por otra parte, tampoco estaba seguro de que hubiera epifanías con subtítulos, así que dejé correr el asunto. <<Ya para la próxima epifanía>>, me dije.

Pese a mis reticencias iniciales y una vez superado el susto, hube de reconocer la verdad que escondían las palabras que el famoso cineasta me susurraba inopinadamente. <<¡Trabaja un poco, que no estamos en Shabat*! ¡Que el libro no se escribe solo, pedazo de foyl*!>> me recriminaba si me veía haciendo zapping o en medio de una paja. Fue en esas circunstancias, empujado por la culpa y agobiado por las inoportunas advertencias del circunciso más ingenioso que ha parido la muter natur*, en las que decidí retomar la escritura y, con ello, un viejo proyecto que me traía entre manos desde hace algunas décadas.

La paja infinita es una incursión, ¡otra más!, en el mundo del anonimato, la procrastinación y la pobreza; es como un martes cualquiera, solo que esta vez desde una perspectiva artística. Lo diré de otro modo: sigo siendo un don nadie, pero ahora soy un don nadie que escribe un libro. Toca hablar de límites.

A diferencia de lo que ocurría en mis años mozos, en los que uno podía bromear sobre cualquier tema sin miedo a ser lapidado por la opinión pública, en los tiempos que corren hay que andarse con pies de plomo. Con esto en mente, he tenido que plantearme cuáles son los límites de la comedia; de mi comedia. Sabiendo como sé que, por cada individuo dotado con la capacidad crítica necesaria para no confundir realidad y ficción o para no sacar las bromas de contexto, tenemos a diez gilipollas haciendo cola para enfadarse por todo. Hay mucha literatura sobre el tema y también algunas condenas en firme. A ese respecto, me identifico con Ricky Gervais cuando dice: <<If I had offended everyone, and I'm sure I have, I don't apologize>>. Yo habría añadido <<Y que te den por culo si te enfadas>>. Sé que muchas de las cosas que he escrito ofenderán a alguien. Podría no hacerlo, no molestar a nadie, pero… ¿quien querría escribir así?: ¿un gitano? ¿un niño con leucemia? Menos mal que la lectura no está en el programa de actividades de la mayoría de mis potenciales ultrajados, entre los cuales, por cierto, cuento a la totalidad de los conductores de patinete, a casi todos los homeópatas, médiums y coaches, a un montón de nacionalidades, culturas y credos, al género masculino, al género femenino, a l@s del género neutro, a les del género fluido y en general a los cisgilipollas. Podría importarme la opinión de la gente si el concepto gente no englobase a tanto imbécil.

Con semejante coyuntura, no me resultó difícil tomar una decisión al respecto: mi comedia no tiene límites. Ninguna debería tenerlos, en realidad, pero lo que hagan los demás con su comedia escapa a mi control (aunque no al de otros, por desgracia). También es verdad que, hablando desde la marginalidad, es más fácil tomar una decisión así. ¿A quién voy a ofender, si nadie me lee? No tengo nada que perder, soy como ese vagabundo politoxicómano que se pasea desnudo por la calle gritando incoherencias.

Aclarado el asunto de los límites de la comedia, ya sólo me quedaba escribir el libro. Un momento… ¿he dicho sólo? ¡Atención todo el mundo, que a Francisco sólo le falta subir el Everest con unas mancuernas colgando de los huevos! No, claro que no es así. Me quedaba y aún me queda prácticamente todo por hacer, pero al menos establecía las bases sobre lo que podía o no escribir.

Pasó el tiempo y las bases seguían ahí, bien establecidas: pero solo eso, porque el resto seguía igual. No avanzaba como debía, parecía como si no me esforzara lo suficiente, lo cual tenía bastante sentido, ya que, en realidad, no me esforzaba nada. De modo que la cosa del libro llevaba un tiempo estancada; mi vida llevaba un tiempo estancada; la Sagrada Familia llevaba un tiempo estancada. Y yo me desesperaba, claro. Porque la supuesta genialidad sin el obligado sacrificio no estaba dando los resultados que esperaba. ¿Os lo podéis creer?, el maldito libro no se escribía solo.

En esas me encontraba cuando surgió Proyecto Almorrana, que es algo así como la respuesta que doy a mis propias plegarias; una idea que surge como surge un grano en el culo; dentro del culo, en realidad, pero a quien le importa. Me gusta verlo como una hemorroide con voz de judío que me agarra por las solapas y me grita: <<¡Acaba ya la porquería que te traes entre manos!>>. Ojalá que éste, el virtual, el compartido, sea el último empujón que me lleve a acabar el libro, porque en previsión de que así suceda y demostrando de nuevo mis grandes dotes para la procrastinación, he de deciros que también he estado investigado sobre el proceso de post-escritura, averiguando los pasos a seguir cuando mi obra estuviera finalizada.

Para alimentar mis siempre alucinadas expectativas, me nutrí con información extraída de varios sitios web especializados en el mundo editorial, si bien, por mi natural curiosidad, acabé metido en algunas páginas especializadas en squirting con enanas (es lo que llamo procrastinar la procrastinación). Mi conclusión, tras pasar un rato masturbándome,  leyendo artículos sobre el tema y contrastando las experiencias de otros autores, es que todos los libros pasan por tres fases: edición (antes de la publicación), promoción (una vez publicados) y depresión (cuando ves que no se vende ningún ejemplar). Cuando empecé a indagar un poco más sobre el tema, concretamente en el momento en que abordé el asunto de las ganancias que obtendría por cada ejemplar vendido, fue cuando me di cuenta de que, en contra de lo que pensaba y para mi sorpresa, la comedia sí que tiene límites. ¡Quien me lo iba a decir! Que los dividendos del autor asciendan al diez por ciento sobre el precio de venta, algo en lo que además todos parecen estar de acuerdo, me parece una broma de mal gusto en el mejor de los casos. ¡Ya lo creo que tiene límites la comedia!: ¡el diez por ciento!, ¡ese es el límite! Me parece inconcebible que el autor de la obra, el que pone la maquinaria en marcha y el único de la cadena de producción absolutamente imprescindible, no sea el agente que más beneficio obtenga en el proceso. Cualquier chimpancé con medios económicos puede distribuir, editar o vender un libro. ¿Acaso mi obra y la de cualquiera no está completa sin un editor, un distribuidor o un publicista adicto a la cocaína?. En mi opinión, que es la que cuenta, porque la mía es la vara con la que se miden todas las cosas, lo que escriba seguirá siendo un libro, algo único: tanto si se edita como si no. Y tal vez merecedor, o no, de darle otro uso que no sea el de calzar mesas. Pero eso es otra cosa; otra de tantas cosas que sólo están en las manos de quien lo escribe. Porque no será el que vende mis libros o el que los imprime quien me haga merecedor de halagos; en todo caso de reproches, si se encuadernara mal, si no llegase a tiempo o si la cantidad de ejemplares no fuese suficiente para satisfacer a la cola kilométrica de ávidos lectores que esperan, durante horas y bajo un temporal de nieve y viento, ser bendecidos con un ejemplar de mi último libro.  

Así que no, no doblaré la cerviz ante ese hatajo de comisionistas (pese a que el noventa por ciento de cero siga siendo cero). Es más: en vista del atropello al que me vería abocado y de paso para ahorrarme el mal trago que supondría ver como todas las editoriales de España rechazan mi libro, he tomado la decisión de hacerlo todo por mi cuenta.

Bueno, casi todo.

Bueno, algunas cosas.

Según algunos “expertos”, la fase que sigue a la escritura del libro es la edición, que se subdivide a su vez en varias subfarsas: corrección de estilo, diseño de cubierta, maquetación de tripa, corrección ortotipográfica y corrección de pruebas. ¡Hay que ver la de cosas que se inventa la gente para sacarte los cuartos! Pues mira, no me da la gana. Que le tomen el pelo a otro que pueda permitirse esas extravagancias del todo innecesarias. ¿Qué es lo siguiente? ¡Ah, si!, la promoción. Eso correrá también por mi cuenta, de modo que no habrá ningún tipo de promoción. Ni siquiera entre amigos y familiares; más que ni siquiera, sobre todo. Es algo que va contra mi naturaleza. Y no es que me oponga a ganar dinero, porque estoy muy a favor de eso desde que me he visto obligado a zurcirme los calcetines, pero me encuentro en el extremo opuesto al de esas personas que anuncian a bombo y platillo que han escrito un libro, que han sacado un disco o que se han abierto un canal de Tik Tok donde explican como practicar lobotomías. Entiendo el motivo por el que lo hacen, pero me resulta grimoso, desesperado y humillante. ¿De buen rollo, eh?

Pues nada, con eso ya estaría. Después de tan ímprobo esfuerzo todo vendrá sobre ruedas, de eso estoy seguro: mi ópera prima se venderá como churros, me haré famoso, empezaré a fumar en pipa y a llevar chaqueta de tweed con coderas, me casaré con una socialite filipina y hasta saldré en programas de TV opinando sobre divorcios y operaciones de pecho. Puede incluso que los vejestorios de la RAE, rendidos ante mi talento, me cedan el taburete de la diéresis: así podré cumplir así uno de mis sueños, que es sentarme en el regazo de Muñoz Molina y decirle <<¡pero qué bien escribes, Antonio!>>.

Ahora que lo tengo todo listo para seguir siendo pobre como una rata, sólo me queda esperar sentado a que, efectivamente, el libro se escriba solo. Mientras eso no ocurra, me consolaré pensando que el anonimato me sienta de maravilla.




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